Apuntes sobre "El libro de las sombras" de Darwin Bedoya

miércoles, 23 de mayo de 2012

 


Darwin Bedoya en la 3ra. Feria Internacional del libro (Arequipa, setiembre 2011)
 
 
Walter L. Bedregal Paz

 

«He  aquí  mi  libro,  tal  como  lo  hice:  con  mi  llanto,  con  mis  dolores,  con  mis  lamentos  y  con  sus aciertos; este es su modo y su forma y su decir, tal como se debe leerlo, antes que los comentaristas o los críticos de alguna elite o centro canónico lo oscurezcan con sus aclaraciones. Este es mi libro para  sentirlo, no requiere aclaraciones y reseñas y comentario alguno.»
Darwin Bedoya  

Es verdad que aún faltan dos meses para tener entre manos el nuevo libro de nuestro poeta.  Sin  embargo  he  leído  y  también  he  escuchado  de  la  voz  del  propio  autor  –en  las horas de tertulia– versos de «El libro de las sombras», del ahora ganador del Premio COPÉ Internacional  2011,  Darwin  Bedoya  (Moquegua,  1974),  este  es  un  libro  que  lógicamente tuvo  varios  nombres  anteriores,  uno  de  los  que  su  autor  también  leyó  alguna  vez  se denominaba  «Mi  padre  ojos  de  caballo»,  pero  finalmente,  luego  de  las  tantas  correcciones de las que nos hablaba, quedó con el nombre con el cual participó en el mencionado evento donde participaron cerca de mil poetas de distintas latitudes de Latinoamérica. 

    Mis  primeras  impresiones  sobre  esta  reciente  poesía  de  Bedoya,  provienen  de  la  oposición entre reflexiones y humildad, entre lo épico, mítico y lo mágico. Oposiciones que, según  insinúa  el  texto,  corresponden  también  a  la  que  existe  entre  barroco  y  clásico,  e incluso,  entre  modernidad  y  antigüedad  y  que  se  fundaría  en  el  rechazo  o  anhelo respectivo,  de  algo  permanente,  auténtico,  original  (en  el  sentido  de  lo  primero,  del nacimiento  o  la  fuente);  una  «verdad  íntima»  susceptible  de  ser  descubierta  pero  no inventada, que unifica a su alrededor «todas las almas». 

    «El  libro  de  las  sombras»  tiene  como  asunto  vertebral:  el  contar,  de  esta  manera germinal,  aún  no  explícita  pero  sí  latente,  se  insinúa  ya  desde  los  dos  preludios  textuales del  libro:  «Advertencia  sobre  nuestros  nombres»  y  «Caligrafía  de  huesos»  una  reflexión sobre  el  narrar,  el  ver  (hay  imágenes  que  hacen  del  poemario  una  galería  de  retratos colgados  de  la  pared  del  tiempo)  y  sus  diferentes  dimensiones  que  irá  desarrollándose hasta  alcanzar  una  profundidad  mayor,  si  cabe,  que  la  que  atiende  al  oído,  algo  que  el narrador-poeta-sujeto(s)  lírico(s)  llevarán  a  cabo  mediante  la  exploración  de  las  relaciones entre palabra e imagen, y de cómo ambas, en su asociación, conforman el discurso lírico de este texto extenso a la manera de los grandes poemas como «Canto a un dios mineral» de Jorge  Cuesta,  «Autorretrato  en  espejo  convexo»  de  John  Ashberry,  «Algo  sobre  la  muerte del  mayor  Sabines»  de  Jaime  Sabines,  «Omeros»  de  Derek  Walcott  y,  «Rapsodia»  de  Pere Gimferrer, este último publicado hace apenas unos meses. 

    «El libro de las sombras» está estrechamente relacionado con una  poesía que cabría calificar,  hasta  cierto  punto  y  desde  cierta  perspectiva,  de  poesía  visual,  pues  se  fundamenta  en  una  serie  de  metáforas  que  asocian  o  asimilan  el  saber  y  el  mirar.  No sorprende a estas alturas que dicha exploración se lleve a cabo de manera inseparable de la trama,  como  parte  de su  estructura  temática  profunda,  con  lo  que no  estamos  de  ninguna manera ante una suerte de textos intercalados que obstaculicen el proceder de la poesía con sus variados sujetos líricos que al final asumen una sola voz, un solo canto animado por un único personaje: el hombre, el caballo. Bedoya elabora su «yo’ lírico mediante una trama de imágenes  que  confluyen  en  dibujar  un  sujeto  padre-hijo-madre-abuelo-tierra-reino,  voces varias de la memoria; voces que hablan con la muerte. Voces que existen mientras dure ese efímero soplo de existencia que llamamos vida. El poeta elabora un proferimiento lírico que se nutre de los sucesos guardados en la memoria y que los vuelve en sujeto lírico en estado de  «ensoñación»  en  el  sentido  terrígena  del  término:  un  sueño  en  vigilia  que  es rememoración de hablas de los vivos y muertos quienes  «participan» de una conversación que cruza los límites temporales y territoriales de manera que la memoria del ayer, la visión de  lo  lejano  y  la  observación  de  lo  presente  en  el  aquí  y  el  ahora  se  tornan  una  rebasada trama que no admite separaciones ni delimitaciones entre lo real y lo irreal por ejemplo. 

    Después de haber dejado claro que el objeto de la poesía de Bedoya no es lo evidente ni  lo  anecdótico,  sino  algo  más  profundo  al  parecer,  el  abuelo  materno  pasa  al  tema  de  la forma en que se expresa la poesía del autor moqueguano; específicamente se ocupa  de sus símbolos.

    Propone «hacer una clave de ellos y leer todo el libro ganador del Cope Internacional  2011, como un nuevo diccionario» el que debemos tener del padre, de los abuelos, abuelas, etc.  «El  libro  de  las  sombras»,  como  elemento  lírico,  dice,  en  su  dictamen  el  Jurado Calificador:    «Tiene  la  potencia  de  la  prosa  poética,  como  lo  dice  el  poeta:  tiene  rasgos envolventes  del  lenguaje  y  el  tema  que  tiene  que  ver  con  relatos  fantásticos  rescatados  de una  rica  tradición  de  la  oralidad  moqueguana-puneña».  Añade  en  una  entrevista,  que  le hicieron en torno al Premio… «como varias poéticas contemporáneas, en este libro también hay  indicios  de  una  hibridez,  no  solo  discursiva  y  temática,  sino  también  estilística.  «El libro de las sombras» es un eslabón, una parte de un libro que recién atraviesa las lecturas y pruebas finas, «El libro de las sombras» vendría a ser sólo el inicio o la parte introductoria del  libro  final  que  ahora  corrijo.  Tiene,  como  en  la  mejor  poesía  de  Seamus  Heaney,  un remember de la infancia, de la casa familiar, de los abuelos, de las cosas que nunca se van a olvidar». El peligro de entender el símbolo como una «clave» –ya nos advierte el poeta– es que  puede  hacernos  creer  en  su  «simplicidad»,  cuando,  en  realidad,  ellos  son  ricos  y complejos.  La  posición  que  me  permito  ahora,  es  elegir  al  menos  un  significado  posible entre el campo semántico indeterminado del símbolo y asumirlo como clave de lectura, con la  conciencia  de  que  el  proceso  de  elección  implica  cierta  pérdida.  El  resultado  de  la interpretación que intento, muestra una «concepción trágica del ser y del destino».

    El origen del hombre se remonta a la creación por el Verbo divino, y su esencia tiene que ver con el reconocimiento de la unidad primigenia; la existencia actual del ser humano es  infeliz  porque  se  ha  apartado  de  su  origen  y  ha  olvidado  su  esencia;  el  hombre experimenta un extrañamiento del estado paradisíaco, porque aún encuentra vestigios de la antigua  armonía.  Vestigios  que  residen,  por  ejemplo  –y  especialmente–,  en  el  sueño, aunque «los sueños llevan dentro de sí una sustancia suicida: la certeza de su irrealidad»; y en  el  ser  humano  existe  la  necesidad  de  recobrar  el  estado  original  de  unidad  con  el universo y el Ser creador. Y la poesía es una forma privilegiada de alcanzar ese gran fin aun cuando  no  está  a  salvo  del  fracaso.  A  mi  modo  de  ver  el  fracaso  al  que  está  expuesta  la poesía proviene de la posibilidad de falsificar el sueño y de convertirse en embuste, no en una oportunidad de redención.  «Es difícil  correr el riesgo  –puedo anotar–. Sin embargo el poeta, desde que es poeta, lo corre. Y eso mismo lo salva». La salvación que ofrece la poesía es la superación de la  existencia particular en que el hombre moderno  se ha sumido, para alcanzar un «ser» universal. Tal superación de la existencia particular se muestra como un sacrificio y quizá en ese sentido podamos entender lo trágico que le atribuyo a la poesía de Darwin Bedoya. Lo puedo describir porque es un gusto leerlo y lo describo de esta manera: Pero  [el  poeta]  levantándose  por  encima  de  su  propia  individualidad  y  por  encima  de  los otros hombres, habrá logrado una nueva existencia y un nuevo ser: el de su poesía. En ella, se  ilumina  y  se  recrea  como  poeta,  y  a  la  vez  se  quema  y  se  pierde  como  hombre... Aniquilado/revitalizado  el  yo,  el  poeta  empieza  a  «ser»,  ya  no  como  individuo  sino  como «voz»  general.  Y  esta  nueva  existencia,  es  tan  enriquecedora  «nada  repentina",  lo recompensa todo. Por ella vale la pena hasta perder «la paz, la estrella, el aire». 

    Si me remonto a la antología «Aquí no falta nadie» en la cual no ignoré la poesía de Darwin  Bedoya,  por  el  hecho  de  nacer  en  otros  aires  –otros  lo  hicieron,  negándole  un espacio  en  la  literatura  puneña–,  puedo  replicar  ante  ese  hecho:  «el  nombre  de  Darwin Bedoya  no  se  puede  olvidar  impunemente  y  el  tiempo  atestiguará  por  mí».  Hoy,  años después de esas afirmaciones, podernos decir que nadie duda del prestigio que Bedoya ha adquirido como poeta y que, quizá mucho antes de lo que creí, la poesía de Bedoya alcanzó reconocimiento  oficial  e  incluso  el  «halago  del  público».  Luego  de  algunos  homenajes  y recitales en Moquegua y Puno a los cuales no se ha negado a asistir, hemos visto al poeta sosegado, pensativo y tranquilo, como siempre suele mostrarse, nos ha hablado de terminar su  libro,  es  decir,  culminar  el  anuncio  que  es  «El  libro  de  las  sombras»,  pues,  según  ha comentado,  «El  libro  de  las  sombras»  es  la  parte  introductoria  de  un  libro  mayor  que pronto estará concluyendo, ya lo hemos oído leer algunos fragmentos. 
Darwin Bedoya, en postal para el recuerdo junto a: Javier Núñez, Walter Bedregal, José Cordova y Gloria Mendoza


    Sirvan  estas  palabras  como  un  principio  de  asomo  a  uno  de  los  aspectos  cardinales de este poemario donde el autor trenza y narra una mirada penetrante sobre la memoria, la vida, la muerte, la pasión, el ejercicio poético y toda una significación que implica el trabajo, el ejercicio literario. 

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