En el prólogo a «La cita y otros cuentos de mujeres infieles», la escritora Rosa Montero se detiene en una entrevista muy irritante para unos y muy excitante para otros, Montero señala: «una empresa de cosméticos italiana mandó hacer una encuesta sobre las consecuencias físicas y psíquicas del adulterio, y el trabajo arrojó unos resultados espectaculares. Al parecer, las mujeres rejuvenecen con la infidelidad; el 47% se preocupa más de su aspecto tras echarse un amante; el 28%, adelgaza y recupera la línea; el 24% asegura que su piel se vuelve más tersa y luminosa, y el 52% sostiene que la traición les da más equilibrio psicológico. Además, el 26% confiesa que no tiene ningún sentimiento de culpa: de todos los apartados relacionados con el remordimiento, este es el que obtiene el porcentaje más alto. En el caso de los hombres, sin embargo, sucede casi lo contrario. Por ejemplo, el 32% de los varones se siente muy culpable tras el adulterio; también el 32% se ven con más arrugas, y el 24%, se ven más barrigones. Se diría que a los señores les sienta fatal echar una cana al aire, mientras que a las mujeres nos pone estupendísimas». Las ideas de traición, adulterio, «canas al aire», «choque y fuga», flirteos, virginidad, virilidad, machismo, etc., van intrínsecamente relacionados con la idea de erotismo. Al igual que el concepto de erotismo está íntimamente vinculado a los misterios fundamentales de cada cultura. El arte y la literatura de cada pueblo nos hablan de la experiencia erótica desde tiempos inmemoriales, frecuentemente separados de las nociones de religión y tabú. ¿Existe necesariamente un límite entre lo erótico y lo prohibido? ¿Qué nos dice la descripción del placer y del erotismo sobre el sistema de valores de una determinada sociedad? Son preguntas que tienen que ver con los tiempos actuales y que necesariamente reflejan la condición humana y sus formas de convivencia en este nuevo mundo y su vertiginoso discurrir. Todas las grandes civilizaciones del mundo —algunas de una manera más manifiesta que otras— han mantenido teorías sobre el sexo, respondiendo a la necesidad de dar una significación al deseo y a la sed de satisfacerlo. Es el amor y el erotismo la esencia del texto narrativo que ahora nos ocupa.
¿Cuántas manos tiene un hombre cuando habla del deseo? ¿Cuántos rostros se pueden encontrar en él? ¿Cuántos sueños hay en sus noches cuando anhela el deseo? ¿Es posible apagar los fuegos interiores con palabras? ¿Es una ilusión el amor? ¿Hasta qué punto soñamos cuando no dormimos? ¿Cuántos fantasmas escritos hay en nuestro cuerpo? ¿Qué hay sobre nuestra piel cuando el deseo, la caricia y el perfume se encentran? Estas preguntas parecen residir y a la vez ser el hilo conductor del nuevo texto narrativo de Javier Núñez (Melgar-Puno, 1980) Un hombre y una mujer, una mujer y un hombre que se encuentran y se desencuentran en la intimidad son los protagonistas de estas ocho historias en las que su continente, unidad plástica, trasfondo literario, brevedad y pericia lingüística nos develan la fuerza expresiva de un autor que, al margen de modas literarias, de fórmulas preconcebidas y círculos literarios se da a conocer con este texto rotulado «Salomé y otros cuentos» (Grupo editorial Hijos de la lluvia & LagOculto editores, 54 pp. Lima, 2009). Un libro de cuentos breves y elípticos, un libro alejado de los temas andinos (excepto el cuento Salomé) y los referentes geográficos de nuestros paisajes de la sierra.
Siendo el deseo erótico el hilo del que pende y se alinea la unidad de este libro, es necesario hablar de ello. En «Salomé y otros cuentos» el erotismo no imita la sexualidad, «es su metáfora.» El texto erótico es la representación textual de esta metáfora. Con esta posición opuesta de formas de amor es que Javier Núñez nos narra historias perfumadas con un tono sicalíptico, casi como una estela que alumbra ésta su ópera prima. En estas páginas el erotismo toma en cuenta hechos de orden subjetivo, de placer, de apetito o de necesidad claramente sexual, pero también ligados al ejercicio de funciones comúnmente consideradas como no sexuales. El hombre pide, pero la mujer tiene el poder de acordar o de rehusar: «Prepárate, querido —me dijo mientras se desabrochaba la blusa, en tanto que advertí sus pechos erguidos y cubiertos con un brasier negro—. El pantalón y las bragas me los quitarás tú, porque eso es deber de los hombres». (Una noche con Pamela, p. 49) Desde el esbozo del primer paso hacia la conquista de la mujer, el hombre se desviriliza. Creemos que ahí está la clave del laberinto sexual. Hemos alcanzado, creo, la edad del «homo eroticus.» Esto ha sido posible por una conquista de la libertad que ha venido de la ciencia, la ciencia que ha hecho huir las sombras siniestras de los prejuicios, de las obsesiones, de los rituales sin rito. Poco importa si la ciencia no es extraña al proceso de difusión del erotismo: su utilización se le escapa. Precisamente Octavio Paz desarrolla la idea de que es precisamente la capacidad del ser humano para el amor y el erotismo lo que hace la diferencia para no caer en la mera sexualidad animal, cuyo único fin es la preservación del género: «El erotismo es sexo en acción pero, ya sea porque la desvía o la niega, suspende la finalidad de la función sexual. En la sexualidad, el placer sirve a la procreación; en los rituales eróticos el placer es un fin en sí mismo».
«Por el momento estamos bebiendo whisky; para empezar eso está bien. Ya vendrán los episodios de relación más íntima, porque nuestra relación de este instante es superficial, limitada a miradas, diálogos… Estamos los dos y nadie más en esta habitación, y ya se aproximan las veintiún horas. Sin duda estamos consolidando la confianza entre los dos. Debo admitir que me está comiendo con los ojos, y dentro de unos minutos ya nos comeremos en la cama». (Clara Luz, p. 12) El acto de amar no es erótico en sí; pero su evocación, su invocación, su sugestión y aun su representación pueden serlo. Siendo la obsesión sexual, manifiesta u oculta, desenfrenada o dominada, un componente, o mejor un dominante de la vida social, e ilimitado el comportamiento erótico, estaríamos tentados de buscar una definición fácil de lo que es el erotismo en el amor; por ejemplo, se podría admitir que todo lo que no es genésico es erótico. Tal vez obtuviéramos de ese modo la aprobación de los teólogos, pero esa simplificación, por legítima que sea, no nos llevaría a ninguna parte. Preferimos entrar oblicuamente en ese dominio que oculta lo que hay de más individual en el hombre. Camilo José Cela, en su «Diccionario del erotismo» señalaba que: «[…] El erotismo es la exaltación —y aun la sublimación— del instinto sexual, no siempre ni necesariamente ligada a la función tenida por sexual en el habitual uso de las ideas y las palabras. […]» Casi marcando una distancia con Cela, George Bataille calificaba el erotismo como aquella parte de la sexualidad humana que nos distingue de los animales. Visto desde este ángulo diferente, el erotismo llega a ser el aspecto de la sexualidad que no funciona solamente con los instintos. Eso lo sitúa en una posición clave de la vida humana que determina toda nuestra sociedad y sus reglas, el pensamiento o el arte. En ese entender, se le atribuye al erotismo los elementos característicos que son el amor y la sensualidad, es decir aquella forma de amor que se dirige a los sentidos.
La Pamela putísima que crea Javier Núñez, parece ser amiga íntima —¿son del mismo burdel?— de otra putita, la «Princesa inclemente» inventada por Bolaño en su cuentario «Putas asesinas» cuando esa princesita le dice a Max: «Así pues, me quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho, me pongo perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una blusa negra, de seda… […] Digamos que ha sido tu danza la que ha acelerado mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En alguna dimensión distinta a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y una princesa, como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me visto y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que podría ser la eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos, al mismo tiempo, son planos, están vaciados, nada dicen». Este es un fragmento de uno de los mejores cuenticos del chileno, y lleva el mismo título que el libro, «Putas asesinas»; Núñez se conecta con esta atmósfera subjetiva y sugestiva del buen Bolaño.
«El sexo es un arte —dijo— conmigo aprendieron muchos hombres… Tú estás en tu punto, te voy a enseñar muchos secretos para que seas un hombre cotizado y para que nunca te olvides de mí… […] Escucha: la primera vez que se hace es clave. Si lo has hecho bien, si la chica llegó al orgasmo, o mejor todavía a múltiples orgasmos, entonces ella jamás te dejará ni te olvidará en toda su vida…» (Una noche con Pamela, p. 51-52) El erotismo toma en cuenta hechos de orden subjetivo, de placer, de apetito o de necesidad claramente sexual, pero también ligados al ejercicio de funciones comúnmente consideradas como no sexuales. De todos modos, el contexto social, étnico, cultural tiene una incidencia demasiado marcada para que el biólogo pueda osar pronunciarse y salir de esos «límites inciertos». Sabe que la educación, el lenguaje, la tradición, el nivel de civilización, todo el medio psíquico, colaboran en las costumbres amorosas del Hombre; estimulan o inhiben, animan o prohíben, imponen o levantan «tabúes», reprimen o liberan, inspiran el pudor o excitan la osadía: «Mientras permanecía desnuda y con las rodillas levantadas, él se quitó la ropa raudamente pero no sus gafas. Me acomodó sin dejar de acariciarme y me hizo el amor con furia imparable y movimientos cada vez más rápidos. Mientras pecamos él se animalizó, ambos nos animalizamos en realidad… Tuve tres orgasmos intensos. Definitivamente fue mi mejor noche…» (Una noche inolvidable, p. 43). Como afirma Octavio Paz, a propósito del erotismo, «nada más natural que el deseo sexual, nada menos natural que las formas en que se manifiesta y se satisface. En el lenguaje, y en la vida erótica de todos los días, los participantes imitan los rugidos, relinchos, arrullos y gemidos de toda especie de animales. La imitación no pretende simplificar, pero sí complicar el juego erótico y así acentuar su carácter de representación». Esto implica que el erotismo, presupone una «sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad del hombre», cuyo elemento distintivo es el placer concebido como un fin en sí mismo. Así pues, mientras que la sexualidad aparece siempre uniforme e invariable, el erotismo, por el contrario, conforma una experiencia polimorfa y cambiante que se manifiesta en una vasto y complejo universo de «objetos del deseo», tan rico y diverso como lo sea la propia capacidad inventiva del sujeto deseante. Los polos de atracción, ciertamente, pueden ser reales o ficticios, cosas o personas, efímeros o sempiternos. El amor, por su parte, es un sentimiento intenso en el cual convergen al mismo tiempo la seducción fatal y la libre elección. En el caso de la pasión amorosa, el erotismo, en tanto que componente primigenio y nutricio del amor, se concentra y decanta en esa tríada enigmática que es la atracción —obsesión— devoción suscitada por una sola persona: él o ella: «No perdiste tiempo, seguiste echando leña para tenerme calientita, y de pronto me dijiste: ‘vamos al baño.’ Al entrar me desvestiste rápido, me desabrochaste el brasier y me lo quistaste al instante. Besaste mis pechos erguidos; yo gemía y cerraba los ojos. Te despojaste de la chaqueta y la camisa. Me arrimaste a la pared, me subiste un poco la minifalda y me quistaste las bragas, maldita sea…» (El retorno de Zoraida, p. 19), o la ascensión gradual de los actos sexuales tácitos: «En eso advertí que una chica me llamaba sentada en la silla, completamente desnuda y con las rodillas abiertas … Me acerqué a ella y nos sumamos a la fiesta carnal. Se movía como las sirenas y gemía como las lobas… No olvido su carita de virgen ni sus cabellos dorados». (Una intimidad con Shirley, p. 28). Cuando el erotismo se sublimiza se convierte en materia y motivo literario, en oposición a la literatura erótica y a la pornografía literaria. Es así que el erotismo se construye a través de formas narrativas que pueden ser poéticas, noveladas o ensayísticas, para convertirse en una escritura sobre el deseo, mostrándose en contradicción al expresarse como sensibilidad y belleza, o manifestarse como provocación y violencia, siempre en una actitud transgresora. Diferente propósito persigue la escritura erótica donde se alude a la posible concreción del deseo desde otra vertiente no esperada. Si bien el erotismo en «Salomé y otros cuentos» se insinúa, el clímax no reside solamente en las palabras, sino en el lenguaje bien realizado. El erotismo requiere una evolución en las formas y una adquisición de grandes espacios de libertad para el individuo. Sólo en ese contexto la relación sexual se convierte en un juego, en un teatro, en una ceremonia, en unos ritos, y adquiere una connotación artística como las escenas de «Salomé y otros cuentos». Esto no se da en culturas muy represivas ni muy reprimidas, y por supuesto, no se da en sociedades primitivas. La tradición erótica presupone un elevado nivel de civilización, tal vez un tanto porque tenga que ver con el amor. En esta interrelación del amor, el erotismo y la literatura se observa a través de las obras y de la crítica examinada, una convergencia con respecto al carácter trasgresor y a la esencia humana de lo erótico y en sus diversas formas de imaginarios artísticos en el tratamiento histórico-literario. En fin, las representaciones literarias del erotismo y de lo erótico en las obras contemporáneas, unido a otros temas considerados trasgresores como prostitución, marginalidad, homotexto, imaginario femenino o la sexofilia, son protagonistas tanto en obras del campo teórico como de las construcciones literarias post-modernas.
Las acciones de «Salomé y otros cuentos» siguen un ritmo cíclico, marcado por la actividad sexual consumada o sugerida y la subsiguiente laxitud; los simbólicos ascensos y descensos de los lugares (hoteles, habitaciones) donde culminan las escenas de máximo placer carnal. A nivel formal, erotismo y literatura muestran fenoménicamente el estado fluido y prenaciente de la prosa literaria; el lenguaje metamorfosea la realidad creando una surrealidad en la cual la fantasía, el sueño, la hipérbole y todas las fijaciones obsesivas del inconsciente, adquieren un dinamismo inagotable e irreductible a la linealidad del texto. Ello determina la estructura «en movimiento» de la obra y el paulatino triunfo de lo irracional sobre lo discursivo, del impulso y voluptuosidad de la escritura, sobre la ilusión ficcional. Actividad sexual y escritura llegan a identificarse como flujos y reflujos de un mismo ciclo vital casi parodiando a los clásicos cuando escribieron sus grandes sueños en novelas y cuentos ya consagrados no por el hombre o la crítica, sino por el tiempo. Los referentes más cercanos de Javier Núñez son el viejo García Márquez, el extinto Benedetti, tal vez por ahí la narrativa breve de Bolaño y, por supuesto, el peruano Vargas Llosa. Sin embargo la prosa de este libro, deteniéndonos en el eje temático, por momentos alude a un Nabokov y su clásica «Lolita», a un Bukowsky, a un Pérez Reverte o al Haruki Murakami de «Tokio Blues», inclusive al Philip Roth de «El teatro de Sabbah» y quizá, implícitamente por lo de García Márquez y su «Memoria de mis putas tristes», al ya legendario Yasunari Kawabata y sus putitas bellas, dormidas en los ojos del viejo Eguchi. Sin duda, con este libro, Núñez empieza a alejarse del puritanismo y estaciona su discurso en un panorama narrativo donde antes había cierto «silencio», él aparece ahora con sus aires de perturbador, sin necesidad de hacer llegar a la excitación a sus lectores. Sólo perturbándolos. Luego de estos referentes, podemos añadir también que en la narrativa de Núñez confluye alquímicamente el tema erótico y además, en buena medida la construcción de los personajes, la identidad que le da a cada uno de ellos. (El retorno de Zoraida) Fluye el punto de vista del autor sobre el discurso, se da la focalización en el asunto. (Clara Luz, Débora Rojas, Salomé) El narrador locutor se desenvuelve acorde a la atmósfera. (Una intimidad con Shirley) El tiempo narrativo se inmiscuye con la trama. (Una noche inolvidable) Es decir, el estilo del narrador Núñez va alcanzando un corpus que lo va identificando, aunque claro, lo del estilo es progresivo, pero él ha sabido marcar una distancia con lo que es un inicio y lo que es el conocimiento plasmado del arte de narrar.
Este libro es un viaje casi lúdico a través de los términos «amor» y «erotismo». El autor no solamente quiere llamar la atención sobre unas palabras de uso cotidiano que resultan ser más escurridizas a la hora de fijarlas, sino también, quiere invitar a los lectores a elevarse por encima de su propia restricción para contemplar el Eros originario, más allá del tiempo y la distancia, para así acceder mejor a las costumbres del momento que se expresa en la comunicación interhumana. Con este libro de prosa límpida y estupenda, Javier Núñez marca el trecho temporal entre hoy y los narradores puneños anteriores, que hay que leer bajo «circunstancias alternantes» históricas. Ya estamos esperando los siguientes libros que ha anunciado Javier Núñez, mientras tanto, que «Salomé y otros cuentos» nos sirva de indicación para no cometer el mismo error de dejarse limitar por la propia situación histórica y las circunstancias pretéritas en las que andaba la narrativa puneña anterior.
BIBLIOGRAFÍA:
Bataille, George: «El erotismo» Tusquets Editores, Barcelona, España, 2000, 155 pp.
Bolaño, Roberto: «Putas asesinas» Anagrama, Barcelona, 2001, 225 pp.Cela, Camilo José: «Diccionario del erotismo» Grijalbo, Barcelona, España, 1988, 453 pp.
Chevalier, Juan: «Diccionario de los símbolos» Editorial Herder, Barcelona. 1986, 322 pp.Montero, Rosa: «La cita y otros cuentos de mujeres infieles» Alfaguara, España, 2000, 286 pp.
Paz, Octavio: «La llama doble. Amor y Erotismo» México, Seix Barral, 1993, 221pp.
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